1 sept 2018

I-IX-XVIII


Encierra a una mujer Sagitario; enciérrala, enjáulala, y saldrás perdiendo. O, mejor dicho, saldrás para irte al manicomio. Siempre he sido muy de hacer lo que me dá la gana (de ahí la libertad sagitariana), y no quiero reglas. Y mucho menos que me obliguen a estar en un sitio por obligación –en este caso, en la iglesia del C.U. Úbeda, cuyo nombre no escribo al completo porque si lo leéis, me vais a tener miedo.



Llevo sin ir a una iglesia desde que hice la comunión (otra cosa que se hace por “obligación” y porque “es así”). Cuando entré al C.U, todo parecía súper bonito, con muchos alumnos disfrazados y haciendo el payaso, hasta que fuimos a las Jornadas de Bienvenida. Teníamos que ir a la iglesia durante una hora entera y, tras ello, a desayunar churros con chocolate al comedor.

Lo de los churros pintaba bien, pero lo de la iglesia… <>, pensé, mientras nos llevaban por el pasillo. Antes de entrar, nos ponían unas pulseras porque así “seríamos todos una gran familia”. Al pasar, nos repartieron unas cartulinas con forma de corazón, un bolígrafo y un librito de papel con un montón de oraciones religiosas.

-Tenéis que escribir vuestros deseos dándole gracias al Señor por este primer curso tan maravilloso que vais a pasar –dijo una chica con coletas disfrazada de algo tan raro que me daba pena.
Yo miré a los demás, atónita. ¿Qué me estaba contando?
-Oye, ¿pero esto es verdad? –preguntó un chico rubio muy alto, aguantándose la risa.
-Qué mal rollo… -susurré, tratando de pensar alguna cosa para escribir en el corazón. El chico alto me oyó y se sentó a mi lado. La hora se me hizo eterna entre minutos de silencio, reflexionando sobre temas religiosos, recitando oraciones que ni me sabía, esperando a que la gente comulgara y escuchando a unos alumnos cantar.

Al final de la hora se nos acercó una monja para recoger los corazones escritos. Yo aún no tenía nada escrito. Miré al chico para ver si había escrito algo, pero tampoco tenía nada.
-Señora, ¿lo puedo escribir en francés? Qué vergüenza… -susurró para sí mismo.
-Claro, el Señor entiende todos las lenguas del mundo –contestó aquella mujer con una vocecilla siniestra que hizo que se me pusieran los pelos de punta.
-Pues yo voy a poner que apruebe todas las asignaturas –me dijo el chico, riéndose a carcajada limpia.

El tiempo iba pasando. Ya nos conocíamos todos. Cada vez que íbamos a la iglesia me entraba la risa. Unas veces llegábamos disfrazados porque habíamos estado haciendo juegos con los niños; otras veces ideábamos planes para saltarnos esa santa hora pero, ¡oh…! Si lo hacíamos, teníamos falta de asistencia, contando en las notas. Como veis, teníamos que ir a la fuerza a la iglesia. Y aquí llegan mis trastadas. Que conste que la mayoría las hacía sin intención, aunque no podía evitarlo.

Siempre me sentaba al lado de la ventana, porque así podía distraerme un rato. La monja venía y me observaba. Me preguntaba que si me aburría, ya que no me veía recitar las oraciones con los compañeros, a lo que yo contestaba:
-Señora, no recuerdo ya ni el Padre Nuestro –comentario inoportuno sin querer de los Sagitarios. Me tapé corriendo la boca, disimulando la risa.

Otra vez me dijo que me quedase quietecita sentada; otras, que cerrara la boca y no saliera a decir lo que pensara delante de todo el colegio.
-Señora…
-Sol Lucía –me cortó.
-…como todas –se me escapó-. Decía que si todo el mundo puede opinar, ¿yo por qué no? –Y la monja se fue, sin contestarme.

Otro día me senté atrás del todo para que no me viera esa monja. El chico francés sacó su móvil para echar un vistazo, aburrido. Yo hice lo mismo. Él me lo quitó, de broma y, como mi móvil es tan sensible y estaba la pantalla hecha añicos, a cualquier toque hace cosas raras. Justo en ese momento, cuando el cura estaba subiendo el cáliz con el vino y todo el mundo estaba en silencio, de mi móvil empezó a sonar una canción de los Deep Purple.

Al cura casi se le derrama el vino y toda la gente nos miraba. Yo estaba muerta de la risa, tapándome la cara de la vergüenza. El chico apagó el móvil en seguida, pidiendo perdón, haciendo que todo el mundo se riera. La monja venía a pasos agigantados. Y yo tragando saliva, conteniendo la risa.
-¿De quién es el móvil?
-De ella –contestó rápidamente el chico con acento francés.
-Chivato de mierda.
-¡A la calle ahora mismo!
-¡Pero si yo no he sido!
-¡Los dos!

Otra vez se pegó fuego en la iglesia (pero no fui yo, a tanto no llego). El cura volvió llenar vino en el cáliz y, segundos después, comenzó a encender algunas velas alrededor de la mesa. Acto seguido, el cura le dio con la mano sin darse cuenta e imaginaros el revuelo…
Aprovechamos para salir de aquel sitio antes que los demás.

En otra ocasión, la monja, viendo que yo siempre, por algún motivo, revolucionaba la clase, me ordenó sentarme en la primera fila para atender otro sermón. Como me aburría, comencé a mirar los frescos del techo para distraerme.
-¿Ese de ahí de blanco quién es? –le pregunté a la monja, ya que nunca había visto esa pintura en ningún libro.

La monja se pensaría que le estaría preguntando por Jesús Cristo, y no me hizo caso. Yo continué preguntando, porque no me contestaba y quería saber la respuesta. Al instante vino una profesora, así que yo, cual actriz profesional, cambié totalmente mi expresión de la cara a de niña buena y obediente.

-¿Qué hace Patricia aquí sentada? –le preguntó la profesora a la monja, a lo que ésta contestó que yo había decidido sentarme ahí ese día. Qué católicos son todos…

-Señora, aquí no se dicen mentiras, eh…
-¡Me llamo Sol Lucía! –gritó la monja, quedando cual loca. Todos la miraron; la mitad asustados y la otra mitad riéndose.

Tras unos minutos, la monja se acercó otra vez a mí, así que aproveché para volver a preguntarle mi pregunta.
-¿Ese que está al lado del cordero quién es?
-¿Tú siempre tienes que estar preguntando?
-Es importante preguntarse cosas. ¿Quién es? –continué, viendo la cara de pasmada de la mujer.
-Un personaje de la Biblia. Y ahora cállate un rato, niña.
-Se ha “lucío” la Sol Lucía –le dije a mi compañera de al lado, remarcando “lucío” y “Lucía”. La chica estalló de la risa. La risa llevó a que se rieran todos sin saber qué había pasado. En ese lugar, en ese centro, lo único que tengo claro es que nadie me aportaba respuestas claras. Tampoco tenía claro qué clase de centro era aquél… unas veces se disfrazaban de santos y otras veces te daban el veneno de la envidia que ellos mismos creaban.

Quiero respuestas claras. Sin engaños. Quiero jugar, pero no con los niños. Conmigo misma, que soy como una niña que explora, descubre y se emociona. Cuidado con las cosas que le decís a un Sagitario, porque os podemos hacer que os creáis cualquier cosa que salga de nuestra boca. Somos capaces de convenceros, de manipularos si queremos. No nos atéis, u os las veréis con nuestro arco de fuego.



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