¿Alguna
vez os habéis preguntado cuántas veces pisamos el suelo al día? ¿De qué forma y
cómo lo pisamos? Las baldosas también sienten. No pueden quejarse como un ser
humano, pero sí manifiestan cambios físicos, tales como grietas, manchas, polvo
acumulado y, sobre todo, pisotones diarios. Unos con más fuerza; otros más
leves y, ¡hasta tienen que aguantar saltos y carreras de niños!
Aquel
suelo de baldosas de rombos lo sufría día tras día: golpes de balones,
estornudos, vómitos, chicles pegados a su dura piel, tacones hincándose por lo
más profundo de sus baldosas, ropa con mal olor, juguetes desparramados, pelo
de mascotas y muchas, muchas cosas más… hasta el día en que la casa se derrumbó
por completo a raíz de una guerra.
Las
baldosas volaron por los aires, dejando un espeso polvo blanco a su alrededor.
Éste, a su vez, fue creando una forma esbelta y delgada hasta convertirse en un
ser de tez blanca con piernas, brazos y cabeza. Parecía un humano pintado con
pintura del color de la nieve. Se reincorporó ágilmente, de un salto, casi sin
esfuerzo. Comenzó a tiritar de frío. Rebuscó de entre los escombros –sus
escombros romboidales- y cosió las baldosas-rombo a su cuerpo, consiguiendo su
primer traje. Así fue como nació Arlequino.
Abrió
mucho los ojos al verse tan diferente y, de un salto, salió a la calle, donde
encontró un gorro puntiagudo con algunos cascabeles. Todo le parecía diferente
ahora; incluso el escenario de guerra cambió por otro donde las calles
desprendían un olor a especias y dulces de todo tipo y estaban repletas de
gente con puestos de mercados medievales.
Los vendedores y algunos tipos que
deambulaban por los puestos vestían túnicas o trajes de harapos, parecidos
ahora al suyo: el traje de rombos estaba descosido pero, aún así, Arlequino lo
llevaba con mucha alegría y vitalidad, sin importarle a qué clase pertenecía en
aquel nuevo lugar. Por eso iba haciendo imitaciones burlescas de la gente que
se encontraba por su camino, pues su traje era el mejor que todos; no había
ninguno igual que el suyo, es más, se reía de todos porque su traje era de
colorines, destacando por encima del de los demás. Otras veces, en cambio,
cambiaba su rostro al de un tipo triste para dar pena y conseguir, así, algo
que llevarse a la boca. Como no le funcionaba el plan, su semblante cambió al
de un ser serio y observador, creando la desconfianza de los otros habitantes.
Mientras buscaba comida, apareció un gato con un
cascabel colgado en su collar. Arlequino aprovechó para robárselo y
colocarlo en su gorro junto con los demás cascabeles. Comenzó a reír y a reír,
cada vez más alto, llamando la atención de la gente, que lo observaban, ahora,
entre risas, esperando a que el bufón volviera a hacer algo cómico.
A Arlequino
le gustaba ser el centro de atención, así que, demostró sus habilidades
acróbatas por toda la plaza, haciendo piruetas, saltos, volteretas y malabares
con un par de manzanas. De esta manera, el gracioso personaje se ganó la
confianza del mismísimo rey, quien lo contrató para trabajar de bufón en su
palacio, ganándose el respeto del público.