A Carlitos no le gustaban
las matemáticas. Les tenía pánico. Cuando el número pasaba de diez, Carlitos se
ponía nervioso porque ya no podía seguir contando con los dedos.
-¡Me faltan dedos para
tantos números! –decía.
-Pero vamos a ver,
¿entonces cómo vas a contar hasta veinte? Tendrás que aprender –le dijo su
maestra.
Así pues, el niño pasó una
semana preocupado por las matemáticas. ¿Qué podría hacer? Mañana era el examen…
Al día siguiente, todos
miraban a Carlitos con los ojos como platos: ¡había venido con chanclas en
pleno invierno!
-Pero Carlitos, ¡¿qué
haces así vestido con el frío que hace?! –le preguntó, atónito, uno de sus
amigos.
-Vengo preparado para el
examen –contestó, moviendo los dedos de los pies, sonriente.
Así, el pequeño comenzó a
hacer el examen. Las primeras preguntas fueron fáciles (porque podía contar con
las manos), pero cuando tuvo que sumar una cifra superior a diez, entonces
empezó a contar con los dedos de los pies (que los tenía ya helados).
¡Qué idea más buena! Ahora
podía contar hasta veinte sin preocuparse de que le faltaran dedos. ¿Por qué no
se le había ocurrido antes?
Cuando Carlitos estaba a
punto de acabar, vio una pregunta muy difícil que no se podía contar ni con las
manos ni con los pies juntos, así que, sacó todo lo que tenía en el estuche
para contar: lápices, gomas, el sacapuntas…, pero nada, aún le faltaban
números. Entonces, Carlitos se arrancó varios pelos de la cabeza. Seis, siete,
ocho y nueve. ¡Por fin pudo sumarlos todos!
Al entregar el examen, el
niño se enteró de que había miles y millones de números; los había infinitos.
Desde ese momento, Carlitos decidió que las matemáticas las había inventado un
loco y que sólo servían para complicar la vida.
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